Diane llevaba unos cuantos días frente a aquella ventana. Mientras apuraba un cigarrilo tras otro, miraba, con expresión indolente, como se movía el mundo. ''Lentamente...'', pensó. Había empleado las cuatro últimas horas en perfeccionar su técnica de hacer aros con el humo; ahora se dedicaba a ver salir un aro tras otro por la ventana. Apagó otro cigarro. La empatía la había carcomido mucho tiempo y, poco a poco, había ido convirtiéndose en apatía, una apatía que la rellenaba, que ocupaba cada vacío. Encendió otro cigarro, aspiró lentamente y liberó por la ventana otro aro, que arrastró la corriente. A sus pies, en el alféizar y en su regazo se acumulaban docenas de colillas. Hacía tiempo que no lloraba... Hacía tiempo que no le dedicaba tiempo a la existencia en general. Cada vez que exhalaba humo se decía ''Diane, Diane, Diane...'', para ayudarse a recordar su nombre. Siempre temió perder la pasión, ahora ya no temía nada. Ya no le quedaba nada que temer. Ni la soledad, ni el desinterés, ni la desesperanza, ni la autodestrucción. Sólo la muerte. Se levantó. Se asomó por la ventana, hasta la cintura. Sintió el viento frío cortándole la cara, susurrándole ''Diane, Diane, Diane...''. Se mantuvo así unos segundos. Sólo la muerte. Sin dejar de mirar al exterior volvió a sentarse. Encendió un cigarro. ''Diane, Diane, Diane...''.
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Dave estaba tumbado. Se sentía extraño mirando al cielo de Madrid. Aquel día no tenía color. Un cielo azul en blanco y negro. Unos ojos azules que reflejaban las luces del metro. En dos rectas secantes. Un susurro le recorría los oidos cuando cortaba el aire a cierta velocidad. Hablaba sobre continuar. Sobre despertar siendo consciente de la verdad. Sobre golpear el suelo. Y seguir adelante. Limpiándose la sangre de la cara. Sobre olvidar el pasado. Sobre dejar de mirar al futuro. Dave empezaba a comprender. Aunque aun no sabía el qué.
Verano. Escalofrío. Después del tic siempre va el tac. Tanto lo había repetido. Josh nunca comprendió el verdadero significado. Tac. Qué siniestro sonaba desde tan cerca. Tac. Así que vuelta a casa. Josh siempre sintió seguridad con su cinturón. Ahora tocaba volver a casa. Con los cristales de la luna clavados en la piel. Bajo las llamas del depósito. A rastras. Contemplándo su seguridad. La culpa no es de nadie. Lo recordaba de aquel embarcadero azul. Hermosa simetría. O, al menos, simetría. Paró. Escupió sangre. Miró atrás. El denso humo negro se fundía con las nubes. Siempre se creyó capaz de conducir. Siempre con su cinturón. No comprendía nada. Ni cómo. Ni cuándo. Ni por qué. Sólo podía preguntarse qué pasaba en el otro extremo del mundo. ¿Seguía existiendo un eje de simetría? ¿El asfalto se manchaba de sangre en el otro extremo del mundo? No sabía nada.
Despertó de repente en aquel mundo. Arrastrado a la existencia. Uno más. No sabía nada del funcionamiento de todo aquello. Nadie se lo iba a enseñar. No sabía nada. Pero aprendió rápido a alimentarse de lo sembrado. Pero ahora se acercaba el otoño. Y no sabía nada. Nadie le enseñó a echar de menos.
Día 108 desde la partida. El ascenso está convirtiéndose en algo infernal. Hemos perdido a unos cuantos hombres por el camino. Los que quedamos estamos mutilados. Gerald decidió comerse a su hermano. Ninguno se lo reprochamos. Hace tres días que alcanzamos la cima. Nadie se lo esperaba. Había un hombre. Trajeado. Con gafas de sol. ¿Estáis en lista? Me da a mi que con esas botas de montaña aquí no subís... Estamos esperando a que se decida a dejarnos subir. A Gerald aun le queda un poco de su hermano. Pero las provisiones escasean. Pero escasea más la paciencia. Pero no pensamos irnos por donde hemos venido.
La prosa me está corrompiendo. Trás decir ésto desapareció con un chasquido. Como final, no era muy impresionante. Porque no era, en absoluto, un final. Espero. Ni tan siquiera un descanso. Sólo un grito de súplica. Llega un momento en el que los modos de vida se gastan y se vuelven deprimentes. Y me tengo que conformar con no conformarme con ello, no queda más. Todo tiene un límite. Pero es sólo para que podamos tocar fondo.
Despertó sobresaltada. Sin ningún motivo. Cinco cero cero a eme. La luna se reía por la ventana. Aquél no era el mejor día en la vida de Edith Green. Pero no era el peor. Ni de lejos. Edith se ataba los cordones cuando una sonrisa estúpida la asaltó. Siempre había dicho que prefería las sonrisas estúpidas a las amargas. Más efectivas. Excepto por el regusto a estupidez que le dejaban. Por la calle las papeleras se reían de ella. Sabía que podía vencerlas. Nunca se había atrevido porque eran muchas. Se estaba haciendo mayor. Nadie que la viese lo imaginaría. Su sonrisa siempre parecía muy cálida. Nadie nunca imaginaría a Edith Green. Yo sí.
Aquel no era el mejor día en la vida de Conrad Thompson. Lo cierto es que eres absolutamente estúpida y molesta. No es la mejor manera de dirigirse a una conocida con el que compartes el día a día. Pero es buena. La verdad duele, pero duele más una patada en las pelotas. Que se lo digan a Conrad. Pero duele más un hachazo en las costillas. Y Conrad está aquí para demostrárselo a su interlocutora. Venga, Conrie, solo era una patadita, que no se acaba el mundo. En unos minutos en el suelo queda un vago recuerdo de lo que fue la encantadora Shandy Callahan. Conrad quiere algo más, hoy su cerebro se ha tomado el día libre, ha tenido demasiado de todo y de todos. En el pasillo la gente grita. No es esa forma de arrastrar los pies. No es el hacha ensangrentada. No es la camisa de leñador rasgada. No es la sonrisa de loco. Son esos ojos de impasibilidad, como si nada extraño sucediese. Son esos tajos todo lo contrario de limpios, como ser cercenado con un martillo. Y todo acaba. Conrad se va del lugar empapado de venganza. El mundo nunca se acaba. Correr relaja.