Me senté al borde del embarcadero. Hubiera deseado que fuese una modesta construcción de tablas. Pero el progreso no se detiene. El horizonte no era más que una línea naranja y azul. Azul. Al final toda la vida transcurre desde el blanco hasta el azul. Y volver. El problema... Empecé a decirme. El problema está en nuestro cerebro. A veces decide no darse cuenta de que la vida no es justa. Y ahí estábamos, en el embarcadero, yo y yo. Miré al cielo. Esperando que existiese alguno de los dioses bondadosos de los que me habían hablado toda mi vida. Porque, si era así, podía jurarles venganza. Pero sabía que no. Que nada tiene sentido. La felicidad puede durar una hora y media. Y la culpa no es de nadie. Y éso no iba a cambiar. Por mucho que me descarnase los nudillos contra el embarcadero. La culpa no es de nadie.
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