Un restaurante. Mesa para tres. Todos con zapatillas de bolera. Cazuelas por el suelo. Un gato camina por el techo. Carta de vinos. Tres botellas. Dos primeros platos. Discusión. Un primer plato más. El gato observa atento desde el otro lado de la sala. Subido a la lámpara. Vigilante. Un bebé con zapatillas de bolera. Con un ridículo gorro de chef. Recoge cazuelas. Maldice. Jodida juventud. Ruido de fondo. Música indescifrable. Una pareja joven. Con zapatillas de bolera. Cuentan hasta tres. Se levantan y corren. Saltando por encima de las mesas. El bebé maldice otra vez. Una cazuela alcanza la nuca de ella. Él continúa corriendo. Sin mirar atrás. Como Orfeo. El gato sonríe desde la mesa cuatro. Ella escupe sangre. Se arrastra. Retiran el primer plato. Cuatro segundos platos. Discusión. Vino derramado. El chef maldice. Cuatro segundos. Un anciano entra en el restaurante. Con zapatillas de bolera. Pasa por encima del cadáver de ella. Mesa para uno. El bebé limpia la sangre de las cazuelas. La cuenta. ¿Por favor? No, la cuenta. El gato se calza sus zapatillas de bolera. Sube a la mesa. Defeca en los platos. El anciano sonríe. Se desabrocha la camisa y muestra un sinfín de cicatrices. Será mejor que os acabéis el plato. El gato muestra sus uñas. Llenas de grasa. El bebé sonríe. Jodida juventud. Cualquier parecido con la realidad es una pena.
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