Sentado al borde de aquella azotea el tiempo discurría mas lento. Di la última calada de mi penúltimo cigarro y miré hacia abajo. Vi la colilla serpentear en el aire para acabar siendo arrastrada por una corriente, que la llevó fuera de mi visión. Pensé que debía domesticar mi mente. Pensé que debía prohibirme las ensoñaciones, el pensamiento, la imaginación. Cada vez que hacemos algo real en nuestra mente, borramos la posibilidad de que sea real fuera de ella. En un principio pensé que era una locura. Pero poco a poco me daba cuenta de lo cierto que era. ¿Qué posibilidad hay de que algo ocurra exactamente como lo pensamos? Todos los detalles, el color del cielo, la brisa o el viento del momento, las palabras. No es posible, pensé. Si quería conservar la esperanza de que algo funcionase. De que algo funcionase como quería. Tenía que dejar de pensar en ello. O acabaría desapareciendo. Sonreí. Encendí mi último cigarro. Miré hacia abajo. Cerré los ojos. Pensé. Al abrirlos todo parecía menos real. Poco a poco todo el mundo a mi alrededor se volvió blanquecino. Miré hacia arriba. Sonreí.
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